miércoles, 22 de abril de 2015

SIRENAS

A la madrugada habíamos sentido  portazos, gritos, vidrios rotos. Yo miré para el balcón  pero no vi nada. Alguno llamó a los bomberos. No sé por qué la gente llama primero a los bomberos. Llegó la autobomba con el Chiodi, que ahora lo ascendieron a jefe del cuartel, otro tipo que no había visto en mi vida y un gurí que si tenía diecisiete años era mucho, de esos pibes enclenques del otro lado de la ruta, que había que encontrarlo debajo de todo ese uniforme. Me golpearon la puerta antes de entrar, siempre quieren testigos, por los cuervos.
 La puerta de calle parecía cerrada pero apenas la tocamos se abrió sola hasta chocar contra algún desnivel del piso. Era esa hora de la mañana en que ya no es de noche pero todavía no es de día, esa hora en que cualquier cosa es posible. Vi la mesa grande del comedor y, encima, los jarrones inmensos, igual que la primer noche pero ahora, en la oscuridad, parecían árboles, o santos con las manos levantadas. Algo gemía por el lado de la cocina y corrimos todos, el Chiodi también, y el otro tipo que no conozco,  pero el llegar a la cocina solo encontramos al gato que rajuñaba la puerta. Chiodi golpeó el vidrio  para espantarlo, Se hizo un silencio y escuchamos en alguna parte, algo que goteaba  por lado de la entrada. Había olor a flores muertas, a incienso. Sentí un dolor agudo en un pie y resbalé  en algo untuoso, caliente. Me caí y  sentí punzadas también en las manos. Alguien,  prendió la luz y  entonces vi los vidrios rotos por todas partes y toda esa sangre, todo el charco de sangre en el que estaba tirado. El piso, los muebles, las paredes estaban llenos de marcas de  sangre. La vitrina del cristalero reventada. Caminamos entre todo eso, entre libros deshojados, vajilla rota, zapatos, ropa por todos lados. Me golpeé el pie contra una valija tirada  en medio de la sala. Una cartera caída. Asomaba por la abertura el borde amarillo y verde de un pasaje de tren. Tropezamos con la pata de la mesa; los jarrones que estaban encima se bambolearon; las ramas  se movían para un lado y para el otro, parecían manos que nos decían, váyanse, váyanse. El Chiodi se agachó y apuntó con la linterna, todos nos agachamos y entonces la vimos, una de las sirenas estaba tirada sobre la alfombra. Era una sola, tenía la cadera y el cuerpo envuelta en una venda muy apretada, que ahora era su mortaja. Ella, quién sabe cuál, tirada boca abajo, la cara hundida en su propia sangre. el Chiodi se santiguó y el otro se tocó, no sé por qué el huevo izquierdo. La dimos vuelta, el bomberito y yo, y vi su boca hermosa cerrada en este gesto, como dormida. Sola, sin la otra,  a mí me pareció un monstruo. Me pareció espantosa, su cara perfecta pegoteada en sangre negra. Pero lo que me aterraba es la otra que faltaba ahí. Ese vacío. En la mano apretaba un papel todo enchastrado de sangre. No me busquen, tenía escrito. Reconcocí en seguida la letra del Facha. Cuando tratamos de sacárselo de la mano, se nos desarmó. Quién iba a decir, cuando empezó toda esta historia que la cosa iba a acabar así.
 Uno, le parece que se olvida; y cada tanto, se acuerda. Esos domingos que no juega Boca, por ejemplo, se me viene todo, todo a la cabeza. O  como hoy, que llueve que parece que se para el mundo, que no amanece nunca.
Qué sé yo.

Llegaron una noche de noviembre, la sirenas. Creo que era un martes.
Yo no las vi llegar. Era tarde, y ya ninguno de nosotros creía un pito de todo eso. Hacía meses que las esperábamos y nada.
La voz se corrió por todo el barrio a mediados de agosto. Yo estaba en el bar, con los muchachos, era una tarde de invierno gris, nos estábamos pegando un embole tremendo, ya ni ganas de jugar a las cartas teníamos. Creo que el que vino con el chisme fue el mismo Facha, que en ese entonces hacía de viajante. 


Lo que son las casualidades, el mismo Facha.
Sí, fue el Facha. Me acuerdo como si fuera hoy, el Facha que estaciona la Cupé Fuego acá mismo, acá, en la vereda. Yo estaba en esta misma mesa, estoy seguro; lo vi por aquella ventana cómo bajaba del auto y entró. Salud, muchachos, dijo y se acomodó ese pañuelito de seda que usaba invierno y verano, con el cuello de la camisa blanca abierta, ese aspecto de tipo fino de Capital que le gustaba siempre dar. Por algo le decíamos el Facha, ¿no? A que no saben de lo que me enteré, dijo, revoleando el llavero del auto, como hacía siempre.
Y ahí nomás nos contó que se había enterado  que la casona enfrente a mi ferretería se había vendido al fin. Que la habían comprado unas mujeres de la Capital, que se hacían llamar las Sirenas. Lo que son las casualidades. El mismo Facha fue el que nos trajo la noticia de las Sirenas.
El Chiodi y el otro que no conozco  la cubrieron con el mantel, a la pobre; el bomberito y yo, mientras, caminamos hacia el hall. Algo goteaba o golpeaba por allá adelante y a medida que nos acercábamos lo íbamos escuchando más fuerte. Tic, tic. Al llegar a la escalera sentimos los pies mojados y vimos un agua rosada caía  peldaño por peldaño por peldaño, tic, por peldaño. Tic. 
Puse la mano en la baranda y antes de subir miré al gurí que me acompañaba, no llegaba a los diecisiete, la cara llena de granos, el pelo achatado, ahí donde el casco inmenso se le corrió para un costado. El también me miró, ya no le interesó disimular el horror y el asco, hizo una arcada, se dobló en dos, parecía que iba a vomitar pero no,  una arcada seca que le hizo saltar lágrimas por los ojos esos de huevo duro que tenía. Pensé que iba a hablar. Que iba a decirme algo como, papá. O, por dios. O, sáqueme de acá. Pero no. Quién sabe para qué nos miramos. Para que yo vea, tal vez. Que vea en sus ojos ese horror que se debía ver igual que el mío, ni más ni menos. Mi mano en la baranda caía exacta sobre una huella de sangre.
Quién hubiera dicho, cuando llegaron, que esto iba a acabar así. El mismo Facha fue el que nos trajo la noticia de las Sirenas.
Mal no nos vino el chisme, le digo. Era invierno, los días cortos, oscuros. Ya nos habíamos cansado de hablar del último carnaval y faltaba tanto todavía para el verano. Acá en el pueblo ya no se chimentaba de nada, a quién le interesaba ya con quien se acostaba la mujer de Gandulfo cuando el tipo se iba con el camión a Paraguay. A quién le interesaba, si con nosotros no se acostaba, y si ni a Gandulfo mismo parecía  interesarle, ya. Ese año,  no había nada de qué hablar, ni  escándalos, ni inflación ni nada. Hasta de lo del joyero estábamos hartos de hablar.
 En el boliche corrían fuerte las apuestas.
Hacíamos apuestas por cualquier cosa. Todo el tiempo. Se apostaba mucho. Duro. Por cualquier tema. No sabe lo que era esto acá. Las apuestas que se levantaban. Eso en la época del Gallego. Ahora el Gallego no está más, está este pibe que ni te sabe destapar una cerveza. y ahí nomás se armó la primer apuesta: que eran putas, seguro, decía Orlando. Que eran cantantes, El Facha. La apuesta la ganó  el Gallego, que dijo que para él se llamaban Sirena y punto. Y nos contó   que en su pueblo había una familia  que se llamaba Sirena. Siete hermanos, todos varones y se llamaban Sirena. Había que ser macho, decía el Gallego, para llamarse Sirena en mi pueblo y bancarseló.  Qué lástima que el Gallego no está más, los hijos lo pusieron en el geriátrico. El pobre Gallego que lo único que quería era morirse atrás de ese mostrador. Ahora este palurdo que ni una cerveza le sabe tirar. Apostábamos cualquier cosa, las cervezas, la nafta de todo el año, a ver quién las veía primero, a ver qué eran, si llegaban esa semana.
No sé quién fue el primero en verlas. Creo que Gandulfo, que andaba por acá, porque el tema este del precio del combustible lo tenía bastante parado. Gandulfo, sí. Entró a lo del Gallego y nos dijo, como loco: gimenas. Qué, le preguntamos. Simelas,  gritó.  Qué, le volvimos a  preguntar, ahora cagados de risa. ¿Lo vio alguna vez al Gandulfo? Estaba sacado, mire: se pasó la mano por la frente: gemelas, dijo, ya más aplacado. Y sirenas. Gemelas. Sirenas de verdad, decía Gandulfo. Y nos contó de un tirón de las bocas, de los ojos, del pelo, de las manos. Más o menos cuarenta años, unas tetas de campeonato. Y nosotros, que nos estaba jodiendo. Que no podía ser. Claro que no eran sirenas, dijo, mosqueado. Lindas como sirenas, había querido decir. De dónde, preguntó El Facha: que  dónde las había visto. Y Gandulfo:  en el balcón del  primer piso. Y yo: Si no ves tres maturros en un burro, vos, Gandulfo. No sé cómo no te estrolaste todavía con el camión, se le rió el Facha. Qué loco, el Facha, si hubiera sabido. Pero qué va uno a saber.
Uno a veces piensa que se hubiera podido evitar. Pero claro, con el  diario del lunes hablamos todos.
El bomberito me miraba, con el casco torcido que se le caía de la cabeza, de tan grande que le quedaba y yo vi mi mano apoyada en esa huella de sangre y pensé, ella me está dando la mano, pensé: ella  me llama. Su sangre y la mía mezcladas.  Subí los peldaños de a tres, no conocía esa parte de  la casa. Pero sabía a dónde ir alcanzaba con seguir las huellas, el camino de la sangre ahí, le juro, como si lo estuviera viendo: la puerta del baño está entornada, la empujé con el pie. adentro del cuerpo sentí un vacío de plomo. El aire no quería entrarme en los pulmones. No la veía,  no la escuchaba pero sabía que estaba ahí. La canilla de la bañera estaba abierta, el agua rebalsaba y corría por el piso, todavía era agua limpia, más allá se tenía que juntar con la sangre. entendí eso y sentí un escalofrío, giré la cabeza y la encontré justo a mi espalda, tirada detrás de la puerta. El pelo oscuro le caía por los hombros, en mechones pegoteados de sangre negra. Y a pesar de todo sigo sintiendo que nunca vi una cara como esa, una boca como aquella. Qué locura. Una boca única, aunque yo sabía que en el piso de abajo, aplastada contra la alfombra, pegoteada en su propia sangre, había otra exactamente igual.
No sabe lo que fue verlas aquella tarde en el balcón. No sabe lo que fue. Antes que nada, antes  que el pelo, antes de  las manos, los cuellos,  fueron las bocas. Ah, si usted las hubiera podido ver. Si las hubiera visto, mire. Idénticas. Carnosas.  Hechas para una cosa. Una y solo una cosa, mire; y la erección que tuve, fue para darles gracias  de rodillas, después de tanto tiempo de no sentir eso en el cuerpo.
El aspecto que habremos dado. Dios mío. Lastimoso. Derretidos, ahí en la vereda, parados en la vereda de mi ferretería, mirándolas como bobos: Gandulfo, de bombacha y alpargata, y boina en pleno noviembre, que Gandulfo no se sacaba la boina ni para bañarse. El Facha, pañuelito al cuello,  se arreglaba el bigote y se ponía el dedo índice y el mayor entre los ojos, así, ve, para  peinarse las cejas.
 Ellas se presentaron desde arriba. Se reían. Una dijo que se llamaba Sol. La otra, enseguida, que se llamaba Luz. Apenas nos hablaron algo me trastornó. No se lo dije a nadie, para que no me tomen por loco. Pero ellas hablaban y me pasaba algo raro. Mire. Le hablaban desde el balcón, pongalé, pero usted se daba vuelta. Le venía de darse vuelta, porque parecía que le estaban hablando de atrás. Qué hablando. No hablaban esas dos, no hablaban. Era como un canto que le hacían. Les veía las bocas moverse ahí adelante, en el balcón pero le llegaba la voz esa de atrás, que le soplaba la oreja. Qué iba  a decir eso que me pasaba. A quién. a nadie. Para qué. Para que me digan chiflado. Me lo quedé para mí. Como tampoco le dije a nadie de lo que me había dado cuenta. En seguida me di cuenta, yo, que tenía la ferretería en frente de su casa, que me pasaba horas, como un bobo mirándolas, que no eran tan idénticas. En seguida me di cuenta. en seguida. No, miento. Miento: idénticas sí, eran. Pero eran distintas. Una era más vivaracha, la que decía llamarse Sol. La otra, Luz, un poco más apagadita. Sol  miraba con una cara,  movía las manos, llenas de pulseras,  hablaba  que parecía que estaba gozando, le juro.  Igual la otra, Luz, la apagadita, no se le quedaba atrás. Ojo. Bastaba que Sol  dijera algo,  empezara a hacer cualquier cosa que la otra parecía despertarse y  ya saltaba, como si quisiera pasar al frente, hacerse notar también ella, lucirse más. Pero lo que yo me di cuenta es que, la realidad, ella nunca tomaba la iniciativa. La iniciativa la tomaba siempre Sol, siempre y ella acompañaba, no, acompañaba. No. elevaba la apuesta, la quería sobrepasar. Yo lo vi eso. Le juro que lo vi. Cuando uno apuesta se da cuenta siempre de eso. Del brillo de los ojos.
Del hambre.
 Y ahora esa boca hermosa,  martirizada, todavía me sonreía, las manos entrelazadas apretaban el tajo con fuerza, como queriendo retener las tripas que se le escapaban por la abertura de ese cuerpo   tronchado de la cintura para abajo. Miré y al principio no entendí nada, no comprendía lo que veía.  Seguía línea de su cuerpo desnudo, que de pronto terminaba en unos flecos. En eso me di cuenta: son los intestinos. Eran los intestinos, nomás. Vi los intestinos, y algo que me pareció, ahí,  un pedazo de hígado, y la hoja de un hacha, un hacha que seguro la vendí yo, en la ferretería, alguna vez, un hacha como tengo treinta, sesenta en la ferretería, ahí, pegoteada a la carne,  haciendo de base de aquel pedazo de cuerpo, el mango sobresalía hacia la izquierda Ella que  apretaba con fuerza las manos contra su cuerpo, sostenía el hacha, como queriendo juntar todo,  evitar que se le pierda el cuerpo por ese agujero terrible.
Sonreían las dos el día de la fiesta de fin de año. Llegamos temprano, empilchados todos. Ellas estaban en el fondo del comedor, nos invitaban a pasar con esas sonrisas que tenían, que era para decirles las Sirenas, nos esperaban atrás de una mesa grande, llena de todo tipo de cosas, estaban arreglando rosas en dos floreros enormes. Caminaron hacia nosotros, dándonos la bienvenida. En cuanto dieron dos pasos hacia la puerta, y salieron de atrás de la mesa, las vimos: a más de uno nos flaquearon las piernas: las dos cabezas hermosas, con esas bocas que para mí estaban hechas para una cosa, que era recibir, por turnos, esa erección impresionante que me habían regalado. Las tetas eran de campeonato, de campeonato, no le miento. Pero ni tiempo de mirarlas mucho, porque ya vino la cintura monstruosa, ahí donde los dos cuerpos se unían en uno solo. Le juro. Le juro por esta. Como un nudo tenían en la cadera y de ahí solo dos piernas.
 Nadie hablaba. Solo El Facha dio un paso al frente y le entregó a cada una su caja de bombones.  Estuvo bien El Facha. Se notaba que había vivido en la capital. Una le agradeció, la más alegre, le dio un beso en le mejilla. La otra, la apagadita, en seguida se despertó y pasándole una mano por el cuello, le dijo muchísimas gracias y le plantó un beso casi en el borde de la boca.  Qué ricos  dijo una. Riquísimos dijo la otra, que se apuró a abrir la caja y a agarrar un bombón. Mordió uno, lleno de dulce de leche y le puso la otra mitad en la boca a El Facha. Un hilo de dulce quedó colgando entre las dos bocas. Pasen. Pasen todos, dijeron después. No me animé a darles las botellas de sidra que les había llevado, me parecieron poca cosa al lado de los bombones y con disimulo las dejé al costado de una maceta. Linda noche, dijo Sol. Hermosa noche para cantar, para bailar, dijo Luz. Yo pasé, un poco impresionado.
Y ahí volví a ver cómo funcionaban, las dos atentas con todos, eso sí, pero sobre todo muy atentas una a la que hacía la otra, y entonces creo que fue por eso que se me ocurrió preparar esa apuesta idiota que vino a terminar como terminó. Uno con el diario del lunes habla siempre, ¿no? Eso me dice el Tuerto cada vez que me viene la culpa. La cosa es que yo las vi. Las vi como funcionaban. Que calor dijo una, mirándolo al Facha. Me sofoco, dijo en seguida la otra y se abrió un poco la blusa. Ahí estaban esas tetas que ahora ya no me daban tantas ganas de sopesar. Me sentaría en la terraza, dijo la primera, abanicándose. Pero yo me quiero sentar acá, dijo la otra y le corrió un poco el abanico que con el aire la despeinaba y se agarró del respaldo del asiento donde estábamos sentados El Facha y yo. La primera, Sol, se quedó con la cara un poco fruncida, fue solo un momento, porque en seguida nos miró uno por uno y sonrió: qué se les ofrece para tomar.  La otra nos puso una sonrisa que nos dejó bobos a todos: una sonrisa así y te olvidabas de las caderas, y de la cosa esa, una Sirena de verdad , y en seguida, otra sonrisa y esa voz que te raspaba la piel de la oreja: ¿vino, champagne, cerveza, agua mineral?
La fiesta terminó de madrugada. Nos fuimos yendo de a uno. Yo casi el primero, pero El Facha se quedó hasta el final. Gandulfo fue el anteúltimo en irse y lo vio en el sillón,  no muy despierto, se había sacado el pañuelo del cuello, lo tenía una de ellas enrollado en el brazo, y la otra le ponía bombones, uno tras otro en la boca. Tenía los ojos brillantes y el pelo todo revuelto, de tanto que lo toqueteaban las Sirenas, un poco acá un poco allá, y estaba un bastante borracho. Y una le daba un bombón y otra le servía más vino. Y una le contaba un chiste y otra le decía qué linda risa. Cuando se fueron las ultimas mujeres, la cosa se puso más lanzada, decía Gandulfo, y ya los tres,  ellas y el Facha eran uno solo en el sillón, una le metía la lengua en la boca, la otra por la oreja. Gandulfo salió sin que lo acompañen a la puerta. Le pidieron que cerrara fuerte la puerta al salir.

El agua que caía de la bañadera se juntaba con su sangre y corría por debajo de la puerta del baño. La sangre roja, la sangre negra, se mezclaba con líquidos amarillos, con líquidos oscuros, descompuestos. Me agaché, le acaricié la cara perfecta, y le corrí el pelo. Respiraba. Todavía respiraba. Abrió los ojos y me miró. Gracias, dijo. La voz era débil. Soplada. Pero seguía siendo esa voz que le conté, esa voz que avanzaba en ondas, que confundía el aire, vi su boca moverse  pero la voz me llegaba de atrás, me susurraba en la oreja. Gracias, dijo y sentí su aliento cálido que me acaricia la nuca. Su voz. Su voz de sirena me acariciaba a mí.
Me dio bronca saber que el Facha se había quedado con ellas. Y al día siguiente, apenas lo vi, le dije: Esas minas son mucho, hasta para vos, Facha. El se quedó duro, la sonrisa clavada como colgándole de la cara, y los ojos como en el aire, como bailándole en dos pozos de aire. Si hubiera sabido. Si hubiera sabido. No sabe el silencio que se hizo, todos miraban al Facha y el Facha quieto, lo único que se le movían eran los ojos, que nos miraba a todos, rápido, como ojitos de pájaro, nos iba midiendo. Facha, dije como para cortar el mal momento, aceptá, son mucho hasta para vos. No les duras tres meses. Para qué. Fue peor. encima no sé qué le habrá dado risa de eso a Gandulfo, que largó una carcajada y casi tira la cerveza de un codazo. El Facha ,e puso blanco, parecía muerto, solo los ojitos, le digo, que se movían como locos y le empezó a subir desde el cuello un color rojo que parecía que iba a reventar, así, sin moverse, parecía que iba a reventar, los ojos saliéndose de las cuencas. Tragó saliva, se pasó la mano por las cejas, como hacía él, para peinárselas y ahí nomás me plantó la apuesta: seis meses. Seis meses con las sirenas y me quedo con tu ferretería, dijo.  Se escupió la mano y la estiró. ¿Y yo qué iba a hacer?
Acá se apostaba fuerte. Por todo. Apostábamos de todo y por cualquier cosa. Esa frase fue un fósforo en un barril de pólvora. Y yo le había mojado la oreja, enfrente de todos. Y él a mí. No teníamos vuelta atrás. El Facha me miró serio, movía el llavero así en la mano, como lo movía él y me plantó la apuesta ahí nomás, enfrente de todos, para que no me echara atrás. Seis meses viviendo con las sirenas, y se quedaba con la ferretería.  Nos miramos un rato en silencio. Yo estaba arrepentido de haber dicho eso. Y me parece que él tampoco tenía muchas ganas de lola, pero la cosa se había pasado de la raya y ninguno de los dos iba a arrugar. La ferretería, me apostó. Nada menos que la ferretería, me apostó.  El daba su Cupé Fuego. Es poco, Facha, dije como para disuadirlo.   A mí de que me sirve ese auto, decime. Fundido, como todo auto de viajante. Se quedó un rato en silencio. Pensé que habíamos zafado, bastaba con que dijera, arrugaste o algo así y todos nos hacíamos un poco los boludos, abríamos una cerveza y la cosa seguía como antes y en dos días nadie se acordaba. Ya estaba por pedirle la cerveza al Gallego cuando escucho que dice: el terreno del río. El auto y el terreno del río contra tu ferretería. Seis meses es mucho tiempo, Facha. El auto y el terreno del río contra tu ferretería, volvió a decir con la boca tan cerrada que apenas se le entendió.  La cosa se había puesto espesa de verdad, pero mire si me iba a echar atrás. Cerramos la apuesta ahí. Con Gandulfo y el Gallego de testigos. Nos dimos la mano. Traté de que no se me notara el temblor de la mano cuando se la estreché. Ninguno miró al otro a la cara.
Su aliento cálido que me acariciaba la nuca. Su voz. Su voz de sirena, me acariciaba a mí. A mí. Respiraba.  No me explico cómo, pero respiraba y cada vez que respiraba algo burbujeaba ahí debajo de su cuerpo, moviéndole esas tripas, ahí, y toda esa sangre yéndose por el agujero de la rejilla, o pasando por la rendija debajo de la puerta e inundando la alfombra afuera, cayendo por la escalera,  corriendo por la casa, detrás de la otra, hasta alcanzarla, hasta unirse otra vez con la otra, como no tenía que haber dejado de ser nunca. Fue ella, dijo, y sentí sus palabras otra vez que me besan los oídos.

De ese día no lo vimos más al El Facha. No lo vimos más es una forma de decir, porque yo sí lo vi. Yo lo veía siempre, siempre desde la ferretería. Pero por acá no pintó más, ni por el bulo de la Polaca, ni siquiera lo vimos en los carnavales. Vida de casado, hizo desde ese día con las Sirenas. Yo no hacía otra cosa que mirar a ver si lo veía salir al balcón. Apenas lo veía me cruzaba a saludarlo. Siempre andaban los tres juntos. Nunca solo.  Nunca me ofrecieron de pasar, me saludaban desde arriba, siempre amables, siempre contentos. Ellas a veces me hacían llegar frascos de dulces, budines que preparaban. Y después yo les comentaba, desde la vereda lo rico que habían estado. Le hablaba a Sol, pero ella nunca llegaba a contestarme, se asomaba Luz en seguida y decía, lo hicimos esta mañana o es una pavada hacerlo, y los tres sonreían, contentos. Los tres. Siempre contentos, los tres, las caras sonrientes; ellas, con esas bocas que alguna vez yo había soñado acá abajo, pero ahora, de solo pensarlo, se me ponía la piel de gallina. Ellas  hermosas y él, siempre impecable, bien vestido, bien planchado, como antes, como cuando recién había llegado de la Capital, para ser gerente del Banco. No volvió por el boliche ni nadie se lo encontraba nunca en ningún lado. Solo lo veíamos un rato, cuando se asomaban los tres al balcón. Y nunca solo. Siempre con ellas. Así que nunca le podíamos preguntar nada de lo que queríamos saber y yo me preguntaba qué iba a hacer el día que me pidiera que le pague la apuesta. Se lo veía bien, eso sí. No se podía afirmar lo contrario.
Un día no aguanté más, les toqué el timbre, de caradura. Me hicieron pasar. Siempre simpáticas, las Sirenas, nada que hiciera pensar que las incomodara o que llegara en mal momento. Puro sonrisas, las dos, con esas tetas bailoteando a medida que caminaban, arreglándose el pelo. Cada tanto, claro, se les enredaban los brazos o una le ponía el dedo en el ojo a la otra. Se reían, entonces. Con una risa rara. Al Facha, de cerca, se lo veía un poco cansado, ojeroso. Sol me ofreció tarta de frutillas, Luz ya me estaba poniendo un pedazo en el plato. El agarraba a Sol de la mano, Luz le rodeaba la espalda con su brazo. Vamos al baño, dijo una. Después, dijo la otra. Tengo una semilla entre los dientes, tengo que ir al baño, Luz, dijo sol. No discutieron, fue solo un intercambio de miradas y un cierto tironeo del cuerpo en común. Al fin se levantaron y se fueron al baño, Antes de salir de la sala, Luz se dio vuelta y le hizo un gesto al Facha, que no entendí bien. Fue un gesto seco, rápido, que hizo que Sol, desprevenida, se chocara la frente contra el marco de la puerta. Del fondo del pasillo  no vi que se encendiera ninguna luz. Escuché sus voces, como un eco, no pude darme cuenta de  donde venían. Se superponían. Una hablaba como siempre, con su forma húmeda, honda. Pero la otra era aguda, irritante, como si la estuviera haciendo pasar por una flauta. Paré la oreja, a ver si lograba entender alguna palabra, pero no, nada. Por un momento pensé que estaban hablando en otro idioma. Dijeron una o dos cosas más y después se quedaron en silencio. Volví a mirar al Facha. Sonreía, pero a mí no me engrupió. Tenía una sonrisa rara, no sé, como de desesperado. ¿Y?, le dije. ¿abandonás? Se acercó en el sillón y me miró con esa cara que tengo clavada acá. Acá la tengo clavada, esa cara, día y noche, día y noche, la tengo clavada, con los mismos ojos de aquella otra noche, esos ojos que parecían haberse soltado de la cuenca de los ojos. Estaba por hablar, estaba por decirme algo, cuando se abrió la puerta con un gesto tan brusco que los vidrios de las ventanas cimbraron. Volvió a poner la sonrisa de cartón esa que estaba poniendo antes y se tiró para atrás en el sillón.
Cuando quieras, cruzate a la ferretería, le dije.
O pasate por el boliche, le dije.
Él seguía con esa sonrisa en la boca, pero los ojos los tenía como congelados.
A las ocho me fui. De eso ya hace dos meses.

Algo decía. La alcé un poco pero me arrepentí, la sangre parecía querer caérsele toda junta. Volví a apoyarla en el piso, pegué la oreja a sus labios. Volvió a hablar y ahora también los labios me rozaban. Esos labios, ahora, me rozaban, me rozaban a mí, ella me hablaba, susurrando al oído, y algo en el pecho se me hizo como de metal fundido y después se me enfrió como una piedra. Yo no quería. Dijo. No quería seguirlo. Para qué, digamé. Para qué seguirlo. Que se fuera nomás, si eso es lo que quería. El aire no me pasaba  por el pecho y sentí un golpe en la espalda. Al principio no supe qué era ese golpe; me tomó de sorpresa y me empujó el cuerpo hacia adelante. Otro golpe y de mi boca salió como un gemido, y  otro golpe más que me sacudió. Y otro más. Y a cada golpe, un gemido y las lágrimas me empezaron a caer sobre la cara de ella, sobre su boca, sobre su cuello y a correr entre los pechos. Ella se sacudía a cada convulsión mía, en cada llanto. Volvió a hablar: Yo no quería ir a buscarlo. Dejá que se vaya, le dije, pero ella quería ir igual. Contrató una persona, para averiguar dónde estaba. Anoche supimos que estaba en una pensión de Santa Fe. Yo no voy, le dije. Yo no voy. Ni muerta voy, le dije. Pero ella estaba como loca.  Ella quién, le pregunté. ¿Vos cuál sos? ¿Cuál sos? Le volví a preguntar. Pero ella ya se estaba yendo, los ojos como de cal, ya estaban viendo algo que yo no veía, algo que no era yo; y yo, a su lado,  ni siquiera sabía  reconocerla. Respiró una vez más.  Cuál sos, le volví a decir. Y lloré. Cuál sos, pero en verdad  yo siempre supe quién era, y eso fue lo peor de todo, y la voz no me salía y las lágrimas me caían por adentro y me caían por afuera y se me metían entre los labios. Rolando, dijo. Y me miró.  Me sonrió. Me miró y me sonrió pero no me veía. Sonreía a eso otro que estaba viendo, a través de mí. Rolando, dijo y su mano soltó el tajo, soltó los intestinos y se alzó a mi cara pero no llegó. Murió antes y su mano cayó sobre mi brazo. Los ojos le quedaron abiertos y algo que se les apagaba, que se les hacía sólido, arenoso. La piel se le volvió blanca, como si se hubiera vaciado. La piel vaciada, no sé de qué otra forma decirlo. Tenía una mano en mi brazo y  los dedos  de la otra mano trenzados entre sus tripas, sus intestinos y el mango del hacha que la partía y la sostenía, la boca se le relajó en una última sonrisa que fue para Rolando.
Encontraron la Cupé Fuego en el puerto. Tenía las llaves en el limpiaparabrisas. En la guantera encontramos el título de propiedad del terreno, a mi nombre. En aerosol, pintado de verde, decía en la luneta, Ganaste Tano.

Su última palabra que oí de ella, Rolando.
Rolando,  dijo. 
Rolando.
Nadie, sabe, nadie le decía nunca Rolando al Facha. 

Flvia Pantanelli


Sobre el cuento: Escribí este cuento como parte de un proyecto que se llama Carne Rota que va a ser publicado por Modesto Bidar, en noviembre 2015. me interesa mucho, en este proyecto, hablar sobre la forma en que rompemos a los otros, al tratarlos como carne.


Flavia pantanelli: escritora argentina. Sus cuentos han sido publicados en antologías y revistas . Entre ellos , la antología digital LA FRONTERA DURANTE, de Ediciones Outsider.
 Su libro de cuentos HACEME LO QUE QUIERAS acaba de ser publicado  por Ediciones Outsider.

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