SIRENAS
A
la madrugada habíamos sentido portazos,
gritos, vidrios rotos. Yo miré para el balcón
pero no vi nada. Alguno llamó a los bomberos. No sé por qué la gente
llama primero a los bomberos. Llegó la autobomba con el Chiodi, que ahora lo
ascendieron a jefe del cuartel, otro tipo que no había visto en mi vida y un
gurí que si tenía diecisiete años era mucho, de esos pibes enclenques del otro
lado de la ruta, que había que encontrarlo debajo de todo ese uniforme. Me
golpearon la puerta antes de entrar, siempre quieren testigos, por los cuervos.
La puerta de
calle parecía cerrada pero apenas la tocamos se abrió sola hasta chocar contra
algún desnivel del piso. Era esa hora de la mañana en que ya no es de noche
pero todavía no es de día, esa hora en que cualquier cosa es posible. Vi la
mesa grande del comedor y, encima, los jarrones inmensos, igual que la primer
noche pero ahora, en la oscuridad, parecían árboles, o santos con las manos
levantadas. Algo gemía por el lado de la cocina y corrimos todos, el Chiodi
también, y el otro tipo que no conozco,
pero el llegar a la cocina solo encontramos al gato que rajuñaba la
puerta. Chiodi golpeó el vidrio para
espantarlo, Se hizo un silencio y escuchamos en alguna parte, algo que
goteaba por lado de la entrada. Había
olor a flores muertas, a incienso. Sentí un dolor agudo en un pie y
resbalé en algo untuoso, caliente. Me
caí y sentí punzadas también en las
manos. Alguien, prendió la luz y entonces vi los vidrios rotos por todas
partes y toda esa sangre, todo el charco de sangre en el que estaba tirado. El
piso, los muebles, las paredes estaban llenos de marcas de sangre. La vitrina del cristalero reventada.
Caminamos entre todo eso, entre libros deshojados, vajilla rota, zapatos, ropa
por todos lados. Me golpeé el pie contra una valija tirada en medio de la sala. Una cartera caída.
Asomaba por la abertura el borde amarillo y verde de un pasaje de tren.
Tropezamos con la pata de la mesa; los jarrones que estaban encima se
bambolearon; las ramas se movían para un
lado y para el otro, parecían manos que nos decían, váyanse, váyanse. El Chiodi
se agachó y apuntó con la linterna, todos nos agachamos y entonces la vimos,
una de las sirenas estaba tirada sobre la alfombra. Era una sola, tenía la
cadera y el cuerpo envuelta en una venda muy apretada, que ahora era su
mortaja. Ella, quién sabe cuál, tirada boca abajo, la cara hundida en su propia
sangre. el Chiodi se santiguó y el otro se tocó, no sé por qué el huevo
izquierdo. La dimos vuelta, el bomberito y yo, y vi su boca hermosa cerrada en
este gesto, como dormida. Sola, sin la otra,
a mí me pareció un monstruo. Me pareció espantosa, su cara perfecta
pegoteada en sangre negra. Pero lo que me aterraba es la otra que faltaba ahí.
Ese vacío. En la mano apretaba un papel todo enchastrado de sangre. No me
busquen, tenía escrito. Reconcocí en seguida la letra del Facha. Cuando
tratamos de sacárselo de la mano, se nos desarmó. Quién iba a decir, cuando
empezó toda esta historia que la cosa iba a acabar así.
Uno, le parece
que se olvida; y cada tanto, se acuerda. Esos domingos que no juega Boca, por
ejemplo, se me viene todo, todo a la cabeza. O
como hoy, que llueve que parece que se para el mundo, que no amanece
nunca.
Qué sé yo.
Llegaron una noche de noviembre, la sirenas. Creo
que era un martes.
Yo no las vi llegar. Era tarde, y ya ninguno de
nosotros creía un pito de todo eso. Hacía meses que las esperábamos y nada.
La voz se corrió por todo el barrio a mediados de
agosto. Yo estaba en el bar, con los muchachos, era una tarde de invierno gris,
nos estábamos pegando un embole tremendo, ya ni ganas de jugar a las cartas
teníamos. Creo que el que vino con el chisme fue el mismo Facha, que en ese
entonces hacía de viajante.
Lo que son las casualidades, el mismo Facha.
Sí, fue el Facha. Me acuerdo como si fuera hoy, el
Facha que estaciona la Cupé Fuego acá mismo, acá, en la vereda. Yo estaba en
esta misma mesa, estoy seguro; lo vi por aquella ventana cómo bajaba del auto y
entró. Salud, muchachos, dijo y se acomodó ese pañuelito de seda que usaba
invierno y verano, con el cuello de la camisa blanca abierta, ese aspecto de
tipo fino de Capital que le gustaba siempre dar. Por algo le decíamos el Facha,
¿no? A que no saben de lo que me enteré, dijo, revoleando el llavero del auto,
como hacía siempre.
Y ahí nomás nos contó que se había enterado que la casona enfrente a mi ferretería se
había vendido al fin. Que la habían comprado unas mujeres de la Capital, que se
hacían llamar las Sirenas. Lo que son las casualidades. El mismo Facha fue el
que nos trajo la noticia de las Sirenas.
El
Chiodi y el otro que no conozco la
cubrieron con el mantel, a la pobre; el bomberito y yo, mientras, caminamos
hacia el hall. Algo goteaba o golpeaba por allá adelante y a medida que nos acercábamos
lo íbamos escuchando más fuerte. Tic, tic. Al llegar a la escalera sentimos los
pies mojados y vimos un agua rosada caía
peldaño por peldaño por peldaño, tic, por peldaño. Tic.
Puse
la mano en la baranda y antes de subir miré al gurí que me acompañaba, no
llegaba a los diecisiete, la cara llena de granos, el pelo achatado, ahí donde
el casco inmenso se le corrió para un costado. El también me miró, ya no le
interesó disimular el horror y el asco, hizo una arcada, se dobló en dos,
parecía que iba a vomitar pero no, una
arcada seca que le hizo saltar lágrimas por los ojos esos de huevo duro que
tenía. Pensé que iba a hablar. Que iba a decirme algo como, papá. O, por dios.
O, sáqueme de acá. Pero no. Quién sabe para qué nos miramos. Para que yo vea,
tal vez. Que vea en sus ojos ese horror que se debía ver igual que el mío, ni
más ni menos. Mi mano en la baranda caía exacta sobre una huella de sangre.
Quién hubiera dicho, cuando llegaron, que esto iba a
acabar así. El mismo Facha fue el que nos trajo la noticia de las Sirenas.
Mal no nos vino el chisme, le digo. Era invierno,
los días cortos, oscuros. Ya nos habíamos cansado de hablar del último carnaval
y faltaba tanto todavía para el verano. Acá en el pueblo ya no se chimentaba de
nada, a quién le interesaba ya con quien se acostaba la mujer de Gandulfo
cuando el tipo se iba con el camión a Paraguay. A quién le interesaba, si con
nosotros no se acostaba, y si ni a Gandulfo mismo parecía interesarle, ya. Ese año, no había nada de qué hablar, ni escándalos, ni inflación ni nada. Hasta de lo
del joyero estábamos hartos de hablar.
En el boliche
corrían fuerte las apuestas.
Hacíamos apuestas por cualquier cosa. Todo el
tiempo. Se apostaba mucho. Duro. Por cualquier tema. No sabe lo que era esto acá.
Las apuestas que se levantaban. Eso en la época del Gallego. Ahora el Gallego
no está más, está este pibe que ni te sabe destapar una cerveza. y ahí nomás se
armó la primer apuesta: que eran putas, seguro, decía Orlando. Que eran
cantantes, El Facha. La apuesta la ganó
el Gallego, que dijo que para él se llamaban Sirena y punto. Y nos contó que en su pueblo había una familia que se llamaba Sirena. Siete hermanos, todos
varones y se llamaban Sirena. Había que ser macho, decía el Gallego, para
llamarse Sirena en mi pueblo y bancarseló.
Qué lástima que el Gallego no está más, los hijos lo pusieron en el
geriátrico. El pobre Gallego que lo único que quería era morirse atrás de ese
mostrador. Ahora este palurdo que ni una cerveza le sabe tirar. Apostábamos
cualquier cosa, las cervezas, la nafta de todo el año, a ver quién las veía
primero, a ver qué eran, si llegaban esa semana.
No sé quién fue el primero en verlas. Creo que
Gandulfo, que andaba por acá, porque el tema este del precio del combustible lo
tenía bastante parado. Gandulfo, sí. Entró a lo del Gallego y nos dijo, como
loco: gimenas. Qué, le preguntamos. Simelas,
gritó. Qué, le volvimos a preguntar, ahora cagados de risa. ¿Lo vio
alguna vez al Gandulfo? Estaba sacado, mire: se pasó la mano por la frente:
gemelas, dijo, ya más aplacado. Y sirenas. Gemelas. Sirenas de verdad, decía
Gandulfo. Y nos contó de un tirón de las bocas, de los ojos, del pelo, de las
manos. Más o menos cuarenta años, unas tetas de campeonato. Y nosotros, que nos
estaba jodiendo. Que no podía ser. Claro que no eran sirenas, dijo, mosqueado.
Lindas como sirenas, había querido decir. De dónde, preguntó El Facha: que dónde las había visto. Y Gandulfo: en el balcón del primer piso. Y yo: Si no ves tres maturros en
un burro, vos, Gandulfo. No sé cómo no te estrolaste todavía con el camión, se
le rió el Facha. Qué loco, el Facha, si hubiera sabido. Pero qué va uno a
saber.
Uno a veces piensa que se hubiera podido evitar.
Pero claro, con el diario del lunes
hablamos todos.
El
bomberito me miraba, con el casco torcido que se le caía de la cabeza, de tan
grande que le quedaba y yo vi mi mano apoyada en esa huella de sangre y pensé,
ella me está dando la mano, pensé: ella
me llama. Su sangre y la mía mezcladas.
Subí los peldaños de a tres, no conocía esa parte de la casa. Pero sabía a dónde ir alcanzaba con
seguir las huellas, el camino de la sangre ahí, le juro, como si lo estuviera
viendo: la puerta del baño está entornada, la empujé con el pie. adentro del
cuerpo sentí un vacío de plomo. El aire no quería entrarme en los pulmones. No
la veía, no la escuchaba pero sabía que
estaba ahí. La canilla de la bañera estaba abierta, el agua rebalsaba y corría
por el piso, todavía era agua limpia, más allá se tenía que juntar con la sangre.
entendí eso y sentí un escalofrío, giré la cabeza y la encontré justo a mi
espalda, tirada detrás de la puerta. El pelo oscuro le caía por los hombros, en
mechones pegoteados de sangre negra. Y a pesar de todo sigo sintiendo que nunca
vi una cara como esa, una boca como aquella. Qué locura. Una boca única, aunque
yo sabía que en el piso de abajo, aplastada contra la alfombra, pegoteada en su
propia sangre, había otra exactamente igual.
No
sabe lo que fue verlas aquella tarde en el balcón. No sabe lo que fue. Antes
que nada, antes que el pelo, antes
de las manos, los cuellos, fueron las bocas. Ah, si usted las hubiera
podido ver. Si las hubiera visto, mire. Idénticas. Carnosas. Hechas para una cosa. Una y solo una cosa,
mire; y la erección que tuve, fue para darles gracias de rodillas, después de tanto tiempo de no
sentir eso en el cuerpo.
El aspecto que habremos dado. Dios mío. Lastimoso.
Derretidos, ahí en la vereda, parados en la vereda de mi ferretería, mirándolas
como bobos: Gandulfo, de bombacha y alpargata, y boina en pleno noviembre, que
Gandulfo no se sacaba la boina ni para bañarse. El Facha, pañuelito al
cuello, se arreglaba el bigote y se
ponía el dedo índice y el mayor entre los ojos, así, ve, para peinarse las cejas.
Ellas se presentaron desde arriba. Se reían.
Una dijo que se llamaba Sol. La otra, enseguida, que se llamaba Luz. Apenas nos
hablaron algo me trastornó. No se lo dije a nadie, para que no me tomen por
loco. Pero ellas hablaban y me pasaba algo raro. Mire. Le hablaban desde el
balcón, pongalé, pero usted se daba vuelta. Le venía de darse vuelta, porque
parecía que le estaban hablando de atrás. Qué hablando. No hablaban esas dos,
no hablaban. Era como un canto que le hacían. Les veía las bocas moverse ahí
adelante, en el balcón pero le llegaba la voz esa de atrás, que le soplaba la
oreja. Qué iba a decir eso que me
pasaba. A quién. a nadie. Para qué. Para que me digan chiflado. Me lo quedé
para mí. Como tampoco le dije a nadie de lo que me había dado cuenta. En
seguida me di cuenta, yo, que tenía la ferretería en frente de su casa, que me
pasaba horas, como un bobo mirándolas, que no eran tan idénticas. En seguida me
di cuenta. en seguida. No, miento. Miento: idénticas sí, eran. Pero eran
distintas. Una era más vivaracha, la que decía llamarse Sol. La otra, Luz, un
poco más apagadita. Sol miraba con una
cara, movía las manos, llenas de
pulseras, hablaba que parecía que estaba gozando, le juro. Igual la otra, Luz, la apagadita, no se le
quedaba atrás. Ojo. Bastaba que Sol
dijera algo, empezara a hacer
cualquier cosa que la otra parecía despertarse y ya saltaba, como si quisiera pasar al frente,
hacerse notar también ella, lucirse más. Pero lo que yo me di cuenta es que, la
realidad, ella nunca tomaba la iniciativa. La iniciativa la tomaba siempre Sol,
siempre y ella acompañaba, no, acompañaba. No. elevaba la apuesta, la quería
sobrepasar. Yo lo vi eso. Le juro que lo vi. Cuando uno apuesta se da cuenta
siempre de eso. Del brillo de los ojos.
Del
hambre.
Y ahora esa boca hermosa, martirizada, todavía me sonreía, las manos
entrelazadas apretaban el tajo con fuerza, como queriendo retener las tripas
que se le escapaban por la abertura de ese cuerpo tronchado de la cintura para abajo. Miré y
al principio no entendí nada, no comprendía lo que veía. Seguía línea de su cuerpo desnudo, que de
pronto terminaba en unos flecos. En eso me di cuenta: son los intestinos. Eran
los intestinos, nomás. Vi los intestinos, y algo que me pareció, ahí, un pedazo de hígado, y la hoja de un hacha,
un hacha que seguro la vendí yo, en la ferretería, alguna vez, un hacha como
tengo treinta, sesenta en la ferretería, ahí, pegoteada a la carne, haciendo de base de aquel pedazo de cuerpo,
el mango sobresalía hacia la izquierda Ella que
apretaba con fuerza las manos contra su cuerpo, sostenía el hacha, como
queriendo juntar todo, evitar que se le
pierda el cuerpo por ese agujero terrible.
Sonreían
las dos el día de la fiesta de fin de año. Llegamos temprano, empilchados
todos. Ellas estaban en el fondo del comedor, nos invitaban a pasar con esas
sonrisas que tenían, que era para decirles las Sirenas, nos esperaban atrás de
una mesa grande, llena de todo tipo de cosas, estaban arreglando rosas en dos
floreros enormes. Caminaron hacia nosotros, dándonos la bienvenida. En cuanto
dieron dos pasos hacia la puerta, y salieron de atrás de la mesa, las vimos: a
más de uno nos flaquearon las piernas: las dos cabezas hermosas, con esas bocas
que para mí estaban hechas para una cosa, que era recibir, por turnos, esa
erección impresionante que me habían regalado. Las tetas eran de campeonato, de
campeonato, no le miento. Pero ni tiempo de mirarlas mucho, porque ya vino la
cintura monstruosa, ahí donde los dos cuerpos se unían en uno solo. Le juro. Le
juro por esta. Como un nudo tenían en la cadera y de ahí solo dos piernas.
Nadie hablaba. Solo El Facha dio un paso al
frente y le entregó a cada una su caja de bombones. Estuvo bien El Facha. Se notaba que había
vivido en la capital. Una le agradeció, la más alegre, le dio un beso en le
mejilla. La otra, la apagadita, en seguida se despertó y pasándole una mano por
el cuello, le dijo muchísimas gracias y le plantó un beso casi en el borde de
la boca. Qué ricos dijo una. Riquísimos dijo la otra, que se
apuró a abrir la caja y a agarrar un bombón. Mordió uno, lleno de dulce de
leche y le puso la otra mitad en la boca a El Facha. Un hilo de dulce quedó
colgando entre las dos bocas. Pasen. Pasen todos, dijeron después. No me animé
a darles las botellas de sidra que les había llevado, me parecieron poca cosa
al lado de los bombones y con disimulo las dejé al costado de una maceta. Linda
noche, dijo Sol. Hermosa noche para cantar, para bailar, dijo Luz. Yo pasé, un
poco impresionado.
Y
ahí volví a ver cómo funcionaban, las dos atentas con todos, eso sí, pero sobre
todo muy atentas una a la que hacía la otra, y entonces creo que fue por eso
que se me ocurrió preparar esa apuesta idiota que vino a terminar como terminó.
Uno con el diario del lunes habla siempre, ¿no? Eso me dice el Tuerto cada vez
que me viene la culpa. La cosa es que yo las vi. Las vi como funcionaban. Que
calor dijo una, mirándolo al Facha. Me sofoco, dijo en seguida la otra y se
abrió un poco la blusa. Ahí estaban esas tetas que ahora ya no me daban tantas
ganas de sopesar. Me sentaría en la terraza, dijo la primera, abanicándose.
Pero yo me quiero sentar acá, dijo la otra y le corrió un poco el abanico que
con el aire la despeinaba y se agarró del respaldo del asiento donde estábamos
sentados El Facha y yo. La primera, Sol, se quedó con la cara un poco fruncida,
fue solo un momento, porque en seguida nos miró uno por uno y sonrió: qué se les
ofrece para tomar. La otra nos puso una
sonrisa que nos dejó bobos a todos: una sonrisa así y te olvidabas de las
caderas, y de la cosa esa, una Sirena de verdad , y en seguida, otra sonrisa y
esa voz que te raspaba la piel de la oreja: ¿vino, champagne, cerveza, agua
mineral?
La
fiesta terminó de madrugada. Nos fuimos yendo de a uno. Yo casi el primero,
pero El Facha se quedó hasta el final. Gandulfo fue el anteúltimo en irse y lo
vio en el sillón, no muy despierto, se
había sacado el pañuelo del cuello, lo tenía una de ellas enrollado en el
brazo, y la otra le ponía bombones, uno tras otro en la boca. Tenía los ojos
brillantes y el pelo todo revuelto, de tanto que lo toqueteaban las Sirenas, un
poco acá un poco allá, y estaba un bastante borracho. Y una le daba un bombón y
otra le servía más vino. Y una le contaba un chiste y otra le decía qué linda
risa. Cuando se fueron las ultimas mujeres, la cosa se puso más lanzada, decía
Gandulfo, y ya los tres, ellas y el
Facha eran uno solo en el sillón, una le metía la lengua en la boca, la otra
por la oreja. Gandulfo salió sin que lo acompañen a la puerta. Le pidieron que
cerrara fuerte la puerta al salir.
El
agua que caía de la bañadera se juntaba con su sangre y corría por debajo de la
puerta del baño. La sangre roja, la sangre negra, se mezclaba con líquidos
amarillos, con líquidos oscuros, descompuestos. Me agaché, le acaricié la cara
perfecta, y le corrí el pelo. Respiraba. Todavía respiraba. Abrió los ojos y me
miró. Gracias, dijo. La voz era débil. Soplada. Pero seguía siendo esa voz que
le conté, esa voz que avanzaba en ondas, que confundía el aire, vi su boca moverse pero la voz me llegaba de atrás, me susurraba
en la oreja. Gracias, dijo y sentí su aliento cálido que me acaricia la nuca.
Su voz. Su voz de sirena me acariciaba a mí.
Me
dio bronca saber que el Facha se había quedado con ellas. Y al día siguiente, apenas
lo vi, le dije: Esas minas son mucho, hasta para vos, Facha. El se quedó duro,
la sonrisa clavada como colgándole de la cara, y los ojos como en el aire, como
bailándole en dos pozos de aire. Si hubiera sabido. Si hubiera sabido. No sabe
el silencio que se hizo, todos miraban al Facha y el Facha quieto, lo único que
se le movían eran los ojos, que nos miraba a todos, rápido, como ojitos de
pájaro, nos iba midiendo. Facha, dije como para cortar el mal momento, aceptá,
son mucho hasta para vos. No les duras tres meses. Para qué. Fue peor. encima
no sé qué le habrá dado risa de eso a Gandulfo, que largó una carcajada y casi
tira la cerveza de un codazo. El Facha ,e puso blanco, parecía muerto, solo los
ojitos, le digo, que se movían como locos y le empezó a subir desde el cuello
un color rojo que parecía que iba a reventar, así, sin moverse, parecía que iba
a reventar, los ojos saliéndose de las cuencas. Tragó saliva, se pasó la mano
por las cejas, como hacía él, para peinárselas y ahí nomás me plantó la apuesta:
seis meses. Seis meses con las sirenas y me quedo con tu ferretería, dijo. Se escupió la mano y la estiró. ¿Y yo qué iba
a hacer?
Acá
se apostaba fuerte. Por todo. Apostábamos de todo y por cualquier cosa. Esa
frase fue un fósforo en un barril de pólvora. Y yo le había mojado la oreja,
enfrente de todos. Y él a mí. No teníamos vuelta atrás. El Facha me miró serio,
movía el llavero así en la mano, como lo movía él y me plantó la apuesta ahí
nomás, enfrente de todos, para que no me echara atrás. Seis meses viviendo con
las sirenas, y se quedaba con la ferretería. Nos miramos un rato en silencio. Yo estaba
arrepentido de haber dicho eso. Y me parece que él tampoco tenía muchas ganas
de lola, pero la cosa se había pasado de la raya y ninguno de los dos iba a
arrugar. La ferretería, me apostó. Nada menos que la ferretería, me
apostó. El daba su Cupé Fuego. Es poco,
Facha, dije como para disuadirlo. A mí
de que me sirve ese auto, decime. Fundido, como todo auto de viajante. Se quedó
un rato en silencio. Pensé que habíamos zafado, bastaba con que dijera,
arrugaste o algo así y todos nos hacíamos un poco los boludos, abríamos una
cerveza y la cosa seguía como antes y en dos días nadie se acordaba. Ya estaba
por pedirle la cerveza al Gallego cuando escucho que dice: el terreno del río.
El auto y el terreno del río contra tu ferretería. Seis meses es mucho tiempo,
Facha. El auto y el terreno del río contra tu ferretería, volvió a decir con la
boca tan cerrada que apenas se le entendió.
La cosa se había puesto espesa de verdad, pero mire si me iba a echar
atrás. Cerramos la apuesta ahí. Con Gandulfo y el Gallego de testigos. Nos
dimos la mano. Traté de que no se me notara el temblor de la mano cuando se la
estreché. Ninguno miró al otro a la cara.
Su
aliento cálido que me acariciaba la nuca. Su voz. Su voz de sirena, me
acariciaba a mí. A mí. Respiraba. No me
explico cómo, pero respiraba y cada vez que respiraba algo burbujeaba ahí
debajo de su cuerpo, moviéndole esas tripas, ahí, y toda esa sangre yéndose por
el agujero de la rejilla, o pasando por la rendija debajo de la puerta e
inundando la alfombra afuera, cayendo por la escalera, corriendo por la casa, detrás de la otra,
hasta alcanzarla, hasta unirse otra vez con la otra, como no tenía que haber dejado
de ser nunca. Fue ella, dijo, y sentí sus palabras otra vez que me besan los
oídos.
De
ese día no lo vimos más al El Facha. No lo vimos más es una forma de decir,
porque yo sí lo vi. Yo lo veía siempre, siempre desde la ferretería. Pero por
acá no pintó más, ni por el bulo de la Polaca, ni siquiera lo vimos en los
carnavales. Vida de casado, hizo desde ese día con las Sirenas. Yo no hacía
otra cosa que mirar a ver si lo veía salir al balcón. Apenas lo veía me cruzaba
a saludarlo. Siempre andaban los tres juntos. Nunca solo. Nunca me ofrecieron de pasar, me saludaban
desde arriba, siempre amables, siempre contentos. Ellas a veces me hacían
llegar frascos de dulces, budines que preparaban. Y después yo les comentaba,
desde la vereda lo rico que habían estado. Le hablaba a Sol, pero ella nunca
llegaba a contestarme, se asomaba Luz en seguida y decía, lo hicimos esta
mañana o es una pavada hacerlo, y los tres sonreían, contentos. Los tres.
Siempre contentos, los tres, las caras sonrientes; ellas, con esas bocas que
alguna vez yo había soñado acá abajo, pero ahora, de solo pensarlo, se me ponía
la piel de gallina. Ellas hermosas y él,
siempre impecable, bien vestido, bien planchado, como antes, como cuando recién
había llegado de la Capital, para ser gerente del Banco. No volvió por el
boliche ni nadie se lo encontraba nunca en ningún lado. Solo lo veíamos un
rato, cuando se asomaban los tres al balcón. Y nunca solo. Siempre con ellas.
Así que nunca le podíamos preguntar nada de lo que queríamos saber y yo me
preguntaba qué iba a hacer el día que me pidiera que le pague la apuesta. Se lo
veía bien, eso sí. No se podía afirmar lo contrario.
Un
día no aguanté más, les toqué el timbre, de caradura. Me hicieron pasar.
Siempre simpáticas, las Sirenas, nada que hiciera pensar que las incomodara o
que llegara en mal momento. Puro sonrisas, las dos, con esas tetas bailoteando
a medida que caminaban, arreglándose el pelo. Cada tanto, claro, se les
enredaban los brazos o una le ponía el dedo en el ojo a la otra. Se reían,
entonces. Con una risa rara. Al Facha, de cerca, se lo veía un poco cansado,
ojeroso. Sol me ofreció tarta de frutillas, Luz ya me estaba poniendo un pedazo
en el plato. El agarraba a Sol de la mano, Luz le rodeaba la espalda con su
brazo. Vamos al baño, dijo una. Después, dijo la otra. Tengo una semilla entre
los dientes, tengo que ir al baño, Luz, dijo sol. No discutieron, fue solo un
intercambio de miradas y un cierto tironeo del cuerpo en común. Al fin se
levantaron y se fueron al baño, Antes de salir de la sala, Luz se dio vuelta y
le hizo un gesto al Facha, que no entendí bien. Fue un gesto seco, rápido, que
hizo que Sol, desprevenida, se chocara la frente contra el marco de la puerta.
Del fondo del pasillo no vi que se
encendiera ninguna luz. Escuché sus voces, como un eco, no pude darme cuenta
de donde venían. Se superponían. Una
hablaba como siempre, con su forma húmeda, honda. Pero la otra era aguda,
irritante, como si la estuviera haciendo pasar por una flauta. Paré la oreja, a
ver si lograba entender alguna palabra, pero no, nada. Por un momento pensé que
estaban hablando en otro idioma. Dijeron una o dos cosas más y después se
quedaron en silencio. Volví a mirar al Facha. Sonreía, pero a mí no me
engrupió. Tenía una sonrisa rara, no sé, como de desesperado. ¿Y?, le dije.
¿abandonás? Se acercó en el sillón y me miró con esa cara que tengo clavada
acá. Acá la tengo clavada, esa cara, día y noche, día y noche, la tengo
clavada, con los mismos ojos de aquella otra noche, esos ojos que parecían haberse
soltado de la cuenca de los ojos. Estaba por hablar, estaba por decirme algo,
cuando se abrió la puerta con un gesto tan brusco que los vidrios de las
ventanas cimbraron. Volvió a poner la sonrisa de cartón esa que estaba poniendo
antes y se tiró para atrás en el sillón.
Cuando
quieras, cruzate a la ferretería, le dije.
O
pasate por el boliche, le dije.
Él
seguía con esa sonrisa en la boca, pero los ojos los tenía como congelados.
A
las ocho me fui. De eso ya hace dos meses.
Algo
decía. La alcé un poco pero me arrepentí, la sangre parecía querer caérsele
toda junta. Volví a apoyarla en el piso, pegué la oreja a sus labios. Volvió a
hablar y ahora también los labios me rozaban. Esos labios, ahora, me rozaban,
me rozaban a mí, ella me hablaba, susurrando al oído, y algo en el pecho se me
hizo como de metal fundido y después se me enfrió como una piedra. Yo no
quería. Dijo. No quería seguirlo. Para qué, digamé. Para qué seguirlo. Que se
fuera nomás, si eso es lo que quería. El aire no me pasaba por el pecho y sentí un golpe en la espalda.
Al principio no supe qué era ese golpe; me tomó de sorpresa y me empujó el
cuerpo hacia adelante. Otro golpe y de mi boca salió como un gemido, y otro golpe más que me sacudió. Y otro más. Y
a cada golpe, un gemido y las lágrimas me empezaron a caer sobre la cara de
ella, sobre su boca, sobre su cuello y a correr entre los pechos. Ella se
sacudía a cada convulsión mía, en cada llanto. Volvió a hablar: Yo no quería ir
a buscarlo. Dejá que se vaya, le dije, pero ella quería ir igual. Contrató una
persona, para averiguar dónde estaba. Anoche supimos que estaba en una pensión
de Santa Fe. Yo no voy, le dije. Yo no voy. Ni muerta voy, le dije. Pero ella
estaba como loca. Ella quién, le
pregunté. ¿Vos cuál sos? ¿Cuál sos? Le volví a preguntar. Pero ella ya se
estaba yendo, los ojos como de cal, ya estaban viendo algo que yo no veía, algo
que no era yo; y yo, a su lado, ni
siquiera sabía reconocerla. Respiró una
vez más. Cuál sos, le volví a decir. Y
lloré. Cuál sos, pero en verdad yo
siempre supe quién era, y eso fue lo peor de todo, y la voz no me salía y las
lágrimas me caían por adentro y me caían por afuera y se me metían entre los
labios. Rolando, dijo. Y me miró. Me
sonrió. Me miró y me sonrió pero no me veía. Sonreía a eso otro que estaba
viendo, a través de mí. Rolando, dijo y su mano soltó el tajo, soltó los
intestinos y se alzó a mi cara pero no llegó. Murió antes y su mano cayó sobre
mi brazo. Los ojos le quedaron abiertos y algo que se les apagaba, que se les
hacía sólido, arenoso. La piel se le volvió blanca, como si se hubiera vaciado.
La piel vaciada, no sé de qué otra forma decirlo. Tenía una mano en mi brazo
y los dedos de la otra mano trenzados entre sus tripas,
sus intestinos y el mango del hacha que la partía y la sostenía, la boca se le
relajó en una última sonrisa que fue para Rolando.
Encontraron
la Cupé Fuego en el puerto. Tenía las llaves en el limpiaparabrisas. En la
guantera encontramos el título de propiedad del terreno, a mi nombre. En
aerosol, pintado de verde, decía en la luneta, Ganaste Tano.
Su
última palabra que oí de ella, Rolando.
Rolando, dijo.
Rolando.
Nadie,
sabe, nadie le decía nunca Rolando al Facha.
Flvia Pantanelli
Sobre el cuento: Escribí este cuento como parte de un proyecto que se llama Carne Rota que va a ser publicado por Modesto Bidar, en noviembre 2015.
me interesa mucho, en este proyecto, hablar sobre la forma en que rompemos a los otros, al tratarlos como carne.
Flavia pantanelli: escritora argentina. Sus cuentos han sido publicados en antologías y revistas . Entre ellos , la antología digital LA FRONTERA DURANTE, de Ediciones Outsider.
Flavia pantanelli: escritora argentina. Sus cuentos han sido publicados en antologías y revistas . Entre ellos , la antología digital LA FRONTERA DURANTE, de Ediciones Outsider.
Su libro de cuentos HACEME LO QUE QUIERAS
acaba de ser publicado por Ediciones
Outsider.
Romántico y espeluznante. ¡Qué buena combinación!
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