Lejos aquí
por Enrique Solinas
La casa de los abuelos era lo suficientemente
espaciosa como para correr de un lado al otro y agitarse; llamar desde el fondo
a alguien que estuviera en la puerta de calle y que se oyera una respuesta
lejana e imposible; lo suficientemente grande como para olvidarse del mundo y
vivir por siempre así, en reclusión perpetua, convencidos de que eso era lo más
parecido a un paraíso.
A la muerte de los abuelos, papá puso en venta la
casa. Recién apareció un comprador cuando él bajó el precio y yo disminuí mis
expectativas por conservarla. Quise persuadir a papá y, si bien casi lo logro,
su esposa era la más interesada en vender.
—Voy a construir dos torres con cocheras, sí, dos
torres —dijo el futuro dueño cuando firmamos el boleto—. Es un gran terreno, en
la ciudad no es fácil conseguir algo semejante.
Y esa sensación de vender una casa al mismo tiempo que
alguien compra un lote, me hizo tomar conciencia de que, una vez más, algo iba
a desaparecer de nuestras vidas sin que lo pudiéramos evitar. Con papá
preferimos esquivar miradas, conversar sobre el clima y quedarnos en silencio.
Días después me habló para que fuésemos el fin de semana a la casa. Primero le
dije que no, que estaba ocupado, que tenía mucho por hacer. Pero lo escuché con
atención y me di cuenta de que él estaba tan triste como yo. “Entendeme, hijo,
ayudame; solo no puedo entrar allí.”
Papá tenía que decidir el destino de todo lo que
había y no era trabajo fácil. Yo estaba un poco nervioso, seguro vendría Celia,
su esposa, le daría órdenes para cumplir, intentaría dármelas sin éxito. Desde
que se casaron, la habré visto tres veces y es mucho decir. Nos mantenemos alejados
y eso es sano, pero ella se encarga de borrar toda la vida de papá antes de que
se conocieran.
Me costó abrir el candado de la reja porque estaba oxidado.
Hacía un año que nadie visitaba la casa ni se realizaba mantenimiento. El
jardín había crecido demasiado, las plantas existían en estado salvaje, pero
ese desorden tenía su gracia, era el orden caótico de lo natural. Papá llegó minutos
después, me saludó, miró el jardín, dijo “¡Qué barbaridad!” y pasamos al primer
patio.
—Pensé que ibas a venir con Celia.
—No, ella tenía cosas para hacer. Me dio una lista
—y estiró su mano, acercándomela. La miré por encima y se la devolví diciendo:
—Debería haber venido. En todo caso separá lo que quiere
y después lo discutimos.
Papá bajó la vista y guardó tímidamente el papel en
el bolsillo del pantalón.
—Hoy está pronosticado lluvia, ¿viste? —dijo y
sonrió.
—Entonces tenemos que apurarnos. Lo más práctico es
decidir lo que no se quiere. Dejamos en su lugar lo que desechamos y llamamos a
la Iglesia para que lo vengan a buscar. Lo que queremos, lo ponemos en el
comedor y llamamos a una mudadora. No es necesario que lo llevemos todo hoy.
—Sí, está bien, está bien. Dale, vamos a ver los
libros.
Y como si no hubiera pasado el tiempo, como si hoy fuera
siempre ayer, abrimos las puertas del escritorio y sí, allí estaba la
biblioteca, intacta, esperando desde hacía tiempo a que alguien le prestara
atención. Los libros de mamá, algunos míos, otros de papá y de los abuelos, como
si fueran nuestra gran memoria.
El olor a encierro era molesto. Abrí las ventanas y
el aire nuevo, mezclado con el aroma del jardín, lo invadió todo. Papá sonrió e
inmediatamente buscó su libro preferido. Le sacudió el polvo, le pasó la mano
por la tapa y se sentó para revisarlo.
—Mirá que no tenemos mucho tiempo, dale.
Ya no me escuchaba. El padre, una vez más, se sentó
a leer Los
aviones de la Luftwaffe, las hojas salidas y amarillas daban cuenta de las veces que lo había
leído, pero siempre lo hacía como si fuera la primera vez. Y yo me quedé contemplándolo,
tantas veces lo vi hacerlo y de nuevo lo volvía a mirar, tantos años pasaron,
las arrugas en su rostro, el pelo blanco, los ojos bordeados por un color
grisque delataban todo lo que en su vida contempló.
—Ay, papá, nunca vas a tomar decisiones, voy a
recorrer un poco así veo lo que hay.
Abrí todos los cuartos, fui al segundo patio. Había
tantas cosas que íbamos a tardar más de lo que pensábamos en vaciar la casa.
Aquello que no pudiéramos sacar, quedaría. Quizá la gente de la Iglesia no
quería todo y, tal vez, el nuevo dueño le encontraría uso o, simplemente, conocería
a alguien que le fuera útil aquello que dejábamos. De repente, en el galpón,
encontré una mesita decó que estaba en mi cuarto y que yo utilizaba para apilar libros, apuntes,
un montón de cosas. Se me cerró el estómago, no recordaba que estaba allí. La
levanté y la puse en el patio de adelante. Mi departamento estaba repleto de
muebles, pero no podía dejarla abandonada. Me acordé de mamá, las veces que
habrá ordenado mis papeles para que yo los vuelva a desordenar. Porque había
tanta historia en esa casa, tanta, que papá se negaba a hablar para seguir
viviendo, como si aquello que no se nombra, nunca hubiese existido. Un día, de
repente, mamá desapareció sin dejar rastro. Yo tenía diez años y la verdad es que
poco entendía sobre lo que pasaba. Papá y los abuelos nunca volvieron a hablar
sobre ella, retiraron sus fotos de los retratos, guardaron en el galpón sus
efectos personales y luego los tiraron, mezclaron sus libros con los demás, borrando
toda huella. Los rumores fueron variados: que se fue con un amante, que se
cansó de nosotros, que la fue a buscar un auto verde al trabajo, que planeaba
huir desde hacía tiempo. Una tarde nos llamaron de la comisaría para avisarnos
que estaba en el hospital, en terapia intensiva; que su estado era delicado;
que no había nada por hacer. La pude ver durante quince minutos en una única
visita, al mismo tiempo que un policía me indicaba que hiciera rápido. Estaba
en coma, casi no la reconocí. Tenía moretones en los brazos, en la cara, el
pelo sucio y desprolijo. Descorrí la sábana y le froté los pies como si eso
aliviara su condición. Recé para que viviera, recé para que descansara en paz.
Murió una semana después y, desde entonces, nunca más se volvió a hablar sobre
mamá.
Regresé del galpón con la mesa y la dejé adelante.
El olor a tierra comenzó a hacerse más fuerte, la lluvia aparecería minutos
después.
—Papá, dale, no me dejes solo.
Pero papá continuaba leyendo su libro y cada vez
que lo leía, los aviones de la Luftwaffe entraban en Francia una vez más,
invadían París sin escrúpulos; tomaban la ciudad, derribaban las puertas de las
casas, mataban a los judíos y a los que se oponían; la guerra traía hambre y el
hambre, desesperación y miedo; los aviones sobrevolaban la apática ciudad,
amenazando con lanzar bombas como cigüeñas que se deshacen de infantes molestos.
Yo lo miraba en silencio y pensaba en todo aquello que
nunca nos dijimos, “Si mamá estuviera aquí...”, por ejemplo, “Si mamá
viviera...”, pero no podía terminar las oraciones, el corazón me latía fuerte y
no podía respirar. Lo miraba a papá y me preguntaba si éramos parecidos. Buscaba
en su cara un rasgo que compartiéramos, un gesto donde reconocerme, algo que
delatara nuestra relación porque, en gran medida, sentía que éramos
desconocidos.
—Papá, si querés, podemos suspender la venta. Yo sé
que Celia insiste, pero si fuera por ella hasta me vendería en el mercado.
Pensálo, todavía estamos a tiempo.
Papá me miró y sus ojos perdidos brillaron en la
oscuridad. Vio a su alrededor, entreabrió la boca, empezó a llover.
—¿Te parece? Es que Celia quiere vender y vos sabés
que ella es una mujer difícil. Si no vendo, la voy a tener que escuchar hasta
que vuelva a conseguir un comprador.
—Y que se enoje, ésta es nuestra casa. Aquí vivimos
nosotros, aquí vivió mamá; de aquí partimos un día, pero sabiendo que podíamos
volver. Si vendés esta casa, es como si nos quedáramos sin memoria, sin rumbo.
Él me lanzó una mirada culposa y agachó la cabeza. Cerró
los ojos y me pidió que lo deje solo por un rato. “Andá, andá, adelante hay
mucho para hacer. Dejame pensar.”
Fui hasta la entrada del jardín y encendí un
cigarrillo. La lluvia se puso fuerte, con razón las plantas crecían y crecían.
Si se animaba a no vender, íbamos a tener que llamar a un jardinero para que
ordene el desorden, esa maraña de ramas y de hojas que —en realidad— eran nuestro
propio reflejo. Pensar que papá siempre fue un hombre duro y ahora existe
frágil, indefenso. Aunque no lo diga, sé que le duele el cuerpo, le cuesta
caminar. No se queja, pero lo hace despacio, se agita, no mira hacia atrás. “Qué
extraña es la vida”, pensé, “pronto yo seré su padre y él será mi hijo”, pero
no se lo dije. El tiempo pasó de repente y nos dejó tan solos, tan alejados,
como si fuéramos dos extraños que sólo tienen en común el estado del tiempo e
ignoran los gritos de una casa a punto de estallar.
Escuché ruidos en el escritorio. Papá se levantó y
parecía que estaba moviendo libros y muebles. Fui hasta donde estaba, tenía los
ojos rojos. Lloró en silencio, como era su costumbre, pero se lo veía mejor.
—¿Y, papá, pensaste en lo que te dije?
—Sí, vos siempre fuiste medio loco, no sé qué te
creías. Si me ayudás, hoy ordenamos todo y mañana contrato un camión.
Horas después salimos, me traje la mesita, algunos
libros, un adorno como souvenir. Miré la casa por última vez, papá ponía el
candado y la lluvia continuaba, por fuera y por dentro. No podía dejar de
pensar en todo aquello que no iba a estar más. Creo que me dijo algo así como
si quería que me alcanzara en el auto hasta mi casa. Le respondí que no, “no,
papá, gracias; gracias por todo”.
Me aseguré de tomar un taxi que me llevara
exactamente hacia el lado opuesto.
Sobre “Lejos aquí”
Todo lo que escribo tiene origen autorreferencial.
Luego atravieso esa realidad con elementos ficcionales y la historia que quiero
contar puede crecer, cambiar, achicarse: una vez encendidos los motores de la
creación, el texto tiene un camino incierto hasta que llega a su destino, que
es el lector, y allí el texto realiza un nuevo comienzo.
Este cuento surgió a partir de la venta de la casa
de mis abuelos y las relaciones intrafamiliares. No me costó escribir la
historia, pero sí tardé en corregir su forma. Para que sienta que un cuento está
terminado, debo encontrar el equilibrio justo entre la historia y la forma del
decir. Cuando sucede, también sucede un instante de felicidad y siento que lo
que hago, tiene sentido.
ENRIQUE
SOLINAS (Buenos
Aires, 1969). Desde 1989 colabora con publicaciones de Argentina y del
exterior, es docente y forma parte de grupos de investigación (CONICET y
SIPLET) en Literatura argentina, Literatura latinoamericana y en Literatura y Mística. Publicó en poesía:
Signos Oscuros (1995), El Gruñido (1997), El Lugar del
Principio (1998), Jardín en Movimiento (2003), Noche de San Juan (2008),
El gruñido y otros poemas (Antología poética, 2011), Corazón Sagrado (2014).
Invocaciones –cuatro poetas en la voz del mito- (2012). En narrativa: La
muerte y su conversación (cuentos, 2007). Ha traducido y versionado a
numerosos autores, entre ellos a Safo de Lesbos, Horacio, Sharon Olds, Lucielle
Clifton, Thomas Merton, Patrick Kavanagh, Edward Thomas, Roy Campbell, Anne
Sexton, Sylvia Plath, Jane Kenyon, Crystal Williams, Henri Cole, , Li
Young-Lee, Alda Merini, Zhao Lihong, Gu Cheng, etc.
Por
su labor literaria obtuvo varios premios, entre ellos, 1er. Premio Nacional
Iniciación Bienio 1992/1993, de la Secretaría de Cultura de la Nación, el 1er.
Premio Dirección General de Bibliotecas Municipales de Buenos Aires 1993, Mención
en los Premios Municipales de la Ciudad de Buenos Aires a la Producción
1994/1995, Subsidio Nacional de Creación de la Fundación Antorchas,
Concurso 1997 de Becas y Subsidios para las Artes, el 1er. Premio
Estímulo a la Creación año 2000 de la Secretaría de Cultura de la Nación,
el 1er. Premio de Cuento Fantástico 2004 de la Fundación Ciudad de Arena y
la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires,
etc. Obtuvo la Beca de Residencia Shanghái Writing Program en 2014.
Su
obra y forma de parte de antologías nacionales e internacionales, siendo
traducido al inglés, al italiano, al griego, al portugués y al chino.
Actualmente, su actividad
incluye la narrativa, la traducción, el periodismo cultural, la crítica
literaria y de artes plásticas, y la investigación.