Globos
Desde que llegó al hostel, Javier no pudo dormir más de dos horas, el
griterío de una novela mexicana atravesaba las paredes despertándolo a cada
rato. Salió de la habitación, cruzó el pasillo que separaba las habitaciones
del cibercafé que el hostel ofrecía a sus clientes. Al entrar en la sala, el
volumen lo forzó a entrecerrar los ojos, el acento mexicano era lo que más le
molestaba. Cuando pudo acostumbrarse al ruidaje, notó que sólo había una vieja
en el ciber, sentada al frente de dos computadoras, una reproducía un capítulo
y la de al lado el siguiente. Las voces se mezclaban y hacían imposible seguir
la trama, sólo se podía saber que se trataba de una novela en las
intersecciónes de primeros planos con música de suspenso en una pantalla y los
monólogos sobre la desgracia absoluta en la otra. Los parlantes saturaban con
los avisos comerciales que interrumpían en los cambios de escena. Javier se
acercó, inclinó la cabeza para que la vieja lo mire. Un broche de plástico
verde le estiraba el pelo hacia atrás, se movía rígido cada medio minuto,
cuando los ojos cambiaban de pantalla. Tenía los brazos cruzados sobre las
piernas y la boca semiabierta a punto de rebalsar la baba acumulada. Le movió
un hombro, como no reaccionaba trató de bajar el volumen. La vieja gruñó al ver
la mano de Javier acercarse al teclado, un hilo de baba le corrió de los labios
al cuello.
Volvió a la habitación, se cambió de ropa, para despejarse de los ruidos
que venían del ciber salió a buscar la feria del libro. Caminó dos cuadras
hasta la calle principal, eran las seis de la tarde y los negocios seguían
cerrados. En una esquina vio a cinco chicos jugando al futbol, se acercó para
preguntarles por la feria. No habían marcado los arcos, se pasaban la pelota
alejándose, esquivando grietas y cruces de calle sin mirar los semáforos.
Javier los corrió una cuadra y media. En un momento los chicos se metieron por
un callejón. Escuchó el festejo de un gol y no los volvió a ver. Al seismil la
calle principal se transformaba en avenida. No habían autos o personas
circulando. Se escuchaban bocinas y ruidos de motores lejanos. Javier se paró
frente a una vidriera que exhibía dos maniquís desnudos en pose de estar
jugando una pulseada, el perdedor tenía la cabeza inclinada hacia atrás. En el
fondo se podía ver a un tipo que bailaba
con otro maniquí de un solo brazo. Apenas notó la presencia de Javier, dejó
caer al muñeco y salió del negocio.
—¡Pará, no te vayas! —Javier se dio vuelta, el tipo estaba agitado como
si hubiera corrido varias cuadras, en la camisa tenía un cartel que decía
Marquitos —Tenés que escuchar éste, me lo contó un chabón del depósito... dice
que van dos viejas a un consultorio... no, no, una pareja de viejos y el médico
los llama, pero pasa la vieja no más... pará, asi no, ¿era un hospital?, la
cosa es que el médico le dice a la señora que se saque toda la ropa y la
revisa, pasa que no podían tener hijos y por eso van a la consulta y el médico
le entra a dar a la vieja ahí en el medio de la camilla y le dice... no, me olvidé
otra vez... a ver, ¿cómo era?
Siguió caminando, Marquitos insistía con tics en los ojos Era que la
vieja había perdido el bebé, qué boludo, y por eso van al hospital. Cuando
le preguntó por la feria, Marquitos quiso saber a qué iba, Javier dijo que quería
conocer y en una de esas comprar algún libro. Mirá, yo te acompaño a la
parada del 12, ese tenés que tomar, y para devolverme el favor me compras un
maniquí, ¿dale? Trató de explicarle que no tenía tiempo, que era incómodo
caminar con un maniquí por la calle, pero Marquitos ya había sacado un recibo y
le explicaba que podía pagarle a cuenta, que en ese mismo instante ordenaría la
entrega a domicilio desde su negocio. Firmó y vio a Marquitos perderse calle abajo dando saltos
de alegría. Javier fue alejándose de la avenida por caminos paralelos. A través
de una peatonal, llegó a un barrio de calles adoquinadas. Todas las casas eran
de un revoque grueso sin pintar, separadas por ligustros. Se paró frente a un
portón y aplaudió, en la ventana distinguió sombras que iban y venian, mal
iluminadas por una lámpara, nadie abrió la puerta. Encontró una parada del 12,
en cada cuadra había más de cinco, algunas a pocos metros de distancia. Esperó
más de quince minutos, no pasaban colectivos ni taxis. Se hacía de noche, la
iluminación de la calle era mínima, pensó que lo mejor era volver al hostel.
Había dado tantas vueltas que no supo por donde había llegado, la numeración de
las calles se perdía en pasajes sin nombre. Cerca de un canal había una casa de
la que salían globos amarillos, uno atrás de otro formando una hilera larga que
se elevaba al cielo. Javier rodeó el patio de esa casa, del otro lado del
alambrado estaba la chica que inflaba los globos. Tenía la cara pálida y la
boca manchada con una mezcla de labial y saliva. Un vestido con caballos de
carrera en miniatura le llegaba a los tobillos. Al terminar de soplar ataba los
globos con un piolín que cortaba de un ovillo y los soltaba. Javier se trepó al
alambrado y le gritó hasta que la chica se dio vuelta sin dejar de soplar. ¡La
feria del libro! ¿Sabés dónde queda la
feria del libro? Ella, mientras hacía un nudo con el piolín, le contestó: No
puedo desperdiciar aire, seguí los globos.
Del otro lado del canal, Javier encontró unos gazebos blancos que se extendían
detrás de las casas. A tres cuadras estaba la entrada principal, iluminada por
un foco de bajo consumo. Era un túnel larguísimo dividido en dos por una hilera
interminable de mesas. Nadie cuidaba los libros que se exhibían en los stands,
Javier era el único que recorría la feria. Buscó entre las editoriales
Amenarka, Siete Efes y Terciopelo marmolado. Se tentó de robarse Malabares
en Zona Sur, de Patricia Visconti; las primeras veinte páginas mostraban
dibujos a mano de una selva amazónica, en el centro de las hojas aparecían
bigotes recortados de una revista de espectáculos. Miró a los costados, se puso
el libro en la parte de atrás del jean y siguió hojeando otros títulos.
Encontró uno en el que las páginas no estaban cocidas, en vez de la numeración
tradicional, tenían puntos suspensivos para que el lector ordene la novela a su
gusto. A diez stands de donde estaba Javier, cayó el primer tomo de un libro
encuadernado con dos cortes de chapa de zinc y una bisagra que se desprendió al
golpear el suelo. El otro tomo estaba en lo más alto de un exhibidor, Javier se subió a una mesa para sacarlo,
guardó ambos libros bajo su remera. Los bordes de metal le raspaban la piel
mientras buscaba una salida en las paredes de tela del gazebo.
Afuera se encendieron las luces de las calles. Las sombras de una
multitud se filtraban a lo largo del gazebo. Javier se escondió bajo una mesa.
Escuchó como las ventanas, jarras, vasos y fuentes estallaban contra los
adoquines. Algunos se subían a los postes de luz y rompían los focos con sus
propias manos. En el medio de la euforia se escuchó un grito: ¡Paren,
boludo! ¡Hay un herido, esperen! Al rato llegaba más personas con copas de
cristal y se olvidaban de los accidentes. Javier tironeó del mantel, los libros
que caían los apilaba entre su pecho y el piso. Cortaron la tela y entraron,
los stands cedieron a las patadas y el amontonamiento. Elegían los libros más
gruesos y pesados para revolearlos contra las columnas que sostenían el gazebo.
Las astillas de vidrio rozaron la cara de Javier, los tenía a seis mesas de
distancia. Abrazó los libros que había robado y se arrastró hasta asomar medio
cuerpo. Un charco de nafta le mojó los pantalones. Se dio vuelta, así podía
elegir los libros que sacaba de la mesa. A través de un rectángulo transparente
en el techo del gazebo pudo distinguír los globos amarillos que seguían
subiendo, cada vez a menos distancia uno del otro. La hilera se cortó, las
luces se apagaron, el último globo que vio no tenía piolín.
Diego Fernando Font
Biografía Diego Fernando Font nació en
Tucumán en 1991, estudia Historia en la Universidad Nacional de Tucumán y
participa en los talleres literarios Ampersand y El juguete rabioso.
Sobre Globos: Este cuento es uno de los
últimos que escribí para mi primer libro. Lo escribí inspirándome en una visita
que hice a la feria del libro en Córdoba. A medida que el texto iba avanzando
surgían otras imágenes, más ligadas a la parte onírica con la que busco
trabajar mis cuentos. La idea era lograr una sensación de que todo puede pasar
en el relato, que los caminos por los que se mueve la trama sean azarosos e
impredecibles, que todo fluya sin que el lector note los límites de la
estructura.
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