miércoles, 8 de abril de 2015

    

Globos




Desde que llegó al hostel, Javier no pudo dormir más de dos horas, el griterío de una novela mexicana atravesaba las paredes despertándolo a cada rato. Salió de la habitación, cruzó el pasillo que separaba las habitaciones del cibercafé que el hostel ofrecía a sus clientes. Al entrar en la sala, el volumen lo forzó a entrecerrar los ojos, el acento mexicano era lo que más le molestaba. Cuando pudo acostumbrarse al ruidaje, notó que sólo había una vieja en el ciber, sentada al frente de dos computadoras, una reproducía un capítulo y la de al lado el siguiente. Las voces se mezclaban y hacían imposible seguir la trama, sólo se podía saber que se trataba de una novela en las intersecciónes de primeros planos con música de suspenso en una pantalla y los monólogos sobre la desgracia absoluta en la otra. Los parlantes saturaban con los avisos comerciales que interrumpían en los cambios de escena. Javier se acercó, inclinó la cabeza para que la vieja lo mire. Un broche de plástico verde le estiraba el pelo hacia atrás, se movía rígido cada medio minuto, cuando los ojos cambiaban de pantalla. Tenía los brazos cruzados sobre las piernas y la boca semiabierta a punto de rebalsar la baba acumulada. Le movió un hombro, como no reaccionaba trató de bajar el volumen. La vieja gruñó al ver la mano de Javier acercarse al teclado, un hilo de baba le corrió de los labios al cuello.
Volvió a la habitación, se cambió de ropa, para despejarse de los ruidos que venían del ciber salió a buscar la feria del libro. Caminó dos cuadras hasta la calle principal, eran las seis de la tarde y los negocios seguían cerrados. En una esquina vio a cinco chicos jugando al futbol, se acercó para preguntarles por la feria. No habían marcado los arcos, se pasaban la pelota alejándose, esquivando grietas y cruces de calle sin mirar los semáforos. Javier los corrió una cuadra y media. En un momento los chicos se metieron por un callejón. Escuchó el festejo de un gol y no los volvió a ver. Al seismil la calle principal se transformaba en avenida. No habían autos o personas circulando. Se escuchaban bocinas y ruidos de motores lejanos. Javier se paró frente a una vidriera que exhibía dos maniquís desnudos en pose de estar jugando una pulseada, el perdedor tenía la cabeza inclinada hacia atrás. En el fondo se podía ver a un tipo que  bailaba con otro maniquí de un solo brazo. Apenas notó la presencia de Javier, dejó caer al muñeco y salió del negocio.
—¡Pará, no te vayas! —Javier se dio vuelta, el tipo estaba agitado como si hubiera corrido varias cuadras, en la camisa tenía un cartel que decía Marquitos —Tenés que escuchar éste, me lo contó un chabón del depósito... dice que van dos viejas a un consultorio... no, no, una pareja de viejos y el médico los llama, pero pasa la vieja no más... pará, asi no, ¿era un hospital?, la cosa es que el médico le dice a la señora que se saque toda la ropa y la revisa, pasa que no podían tener hijos y por eso van a la consulta y el médico le entra a dar a la vieja ahí en el medio de la camilla y le dice... no, me olvidé otra vez... a ver, ¿cómo era?
Siguió caminando, Marquitos insistía con tics en los ojos Era que la vieja había perdido el bebé, qué boludo, y por eso van al hospital. Cuando le preguntó por la feria, Marquitos quiso saber a qué iba, Javier dijo que quería conocer y en una de esas comprar algún libro. Mirá, yo te acompaño a la parada del 12, ese tenés que tomar, y para devolverme el favor me compras un maniquí, ¿dale? Trató de explicarle que no tenía tiempo, que era incómodo caminar con un maniquí por la calle, pero Marquitos ya había sacado un recibo y le explicaba que podía pagarle a cuenta, que en ese mismo instante ordenaría la entrega a domicilio desde su negocio. Firmó y vio a  Marquitos perderse calle abajo dando saltos de alegría. Javier fue alejándose de la avenida por caminos paralelos. A través de una peatonal, llegó a un barrio de calles adoquinadas. Todas las casas eran de un revoque grueso sin pintar, separadas por ligustros. Se paró frente a un portón y aplaudió, en la ventana distinguió sombras que iban y venian, mal iluminadas por una lámpara, nadie abrió la puerta. Encontró una parada del 12, en cada cuadra había más de cinco, algunas a pocos metros de distancia. Esperó más de quince minutos, no pasaban colectivos ni taxis. Se hacía de noche, la iluminación de la calle era mínima, pensó que lo mejor era volver al hostel. Había dado tantas vueltas que no supo por donde había llegado, la numeración de las calles se perdía en pasajes sin nombre. Cerca de un canal había una casa de la que salían globos amarillos, uno atrás de otro formando una hilera larga que se elevaba al cielo. Javier rodeó el patio de esa casa, del otro lado del alambrado estaba la chica que inflaba los globos. Tenía la cara pálida y la boca manchada con una mezcla de labial y saliva. Un vestido con caballos de carrera en miniatura le llegaba a los tobillos. Al terminar de soplar ataba los globos con un piolín que cortaba de un ovillo y los soltaba. Javier se trepó al alambrado y le gritó hasta que la chica se dio vuelta sin dejar de soplar. ¡La feria del libro!  ¿Sabés dónde queda la feria del libro? Ella, mientras hacía un nudo con el piolín, le contestó: No puedo desperdiciar aire, seguí los globos.

Del otro lado del canal, Javier encontró unos gazebos blancos que se extendían detrás de las casas. A tres cuadras estaba la entrada principal, iluminada por un foco de bajo consumo. Era un túnel larguísimo dividido en dos por una hilera interminable de mesas. Nadie cuidaba los libros que se exhibían en los stands, Javier era el único que recorría la feria. Buscó entre las editoriales Amenarka, Siete Efes y Terciopelo marmolado. Se tentó de robarse Malabares en Zona Sur, de Patricia Visconti; las primeras veinte páginas mostraban dibujos a mano de una selva amazónica, en el centro de las hojas aparecían bigotes recortados de una revista de espectáculos. Miró a los costados, se puso el libro en la parte de atrás del jean y siguió hojeando otros títulos. Encontró uno en el que las páginas no estaban cocidas, en vez de la numeración tradicional, tenían puntos suspensivos para que el lector ordene la novela a su gusto. A diez stands de donde estaba Javier, cayó el primer tomo de un libro encuadernado con dos cortes de chapa de zinc y una bisagra que se desprendió al golpear el suelo. El otro tomo estaba en lo más alto de un exhibidor,  Javier se subió a una mesa para sacarlo, guardó ambos libros bajo su remera. Los bordes de metal le raspaban la piel mientras buscaba una salida en las paredes de tela del gazebo.
Afuera se encendieron las luces de las calles. Las sombras de una multitud se filtraban a lo largo del gazebo. Javier se escondió bajo una mesa. Escuchó como las ventanas, jarras, vasos y fuentes estallaban contra los adoquines. Algunos se subían a los postes de luz y rompían los focos con sus propias manos. En el medio de la euforia se escuchó un grito: ¡Paren, boludo! ¡Hay un herido, esperen! Al rato llegaba más personas con copas de cristal y se olvidaban de los accidentes. Javier tironeó del mantel, los libros que caían los apilaba entre su pecho y el piso. Cortaron la tela y entraron, los stands cedieron a las patadas y el amontonamiento. Elegían los libros más gruesos y pesados para revolearlos contra las columnas que sostenían el gazebo. Las astillas de vidrio rozaron la cara de Javier, los tenía a seis mesas de distancia. Abrazó los libros que había robado y se arrastró hasta asomar medio cuerpo. Un charco de nafta le mojó los pantalones. Se dio vuelta, así podía elegir los libros que sacaba de la mesa. A través de un rectángulo transparente en el techo del gazebo pudo distinguír los globos amarillos que seguían subiendo, cada vez a menos distancia uno del otro. La hilera se cortó, las luces se apagaron, el último globo que vio no tenía piolín. 

                                                                                                                  Diego Fernando Font

Biografía Diego Fernando Font nació en Tucumán en 1991, estudia Historia en la Universidad Nacional de Tucumán y participa en los talleres literarios Ampersand y El juguete rabioso.

Sobre Globos: Este cuento es uno de los últimos que escribí para mi primer libro. Lo escribí inspirándome en una visita que hice a la feria del libro en Córdoba. A medida que el texto iba avanzando surgían otras imágenes, más ligadas a la parte onírica con la que busco trabajar mis cuentos. La idea era lograr una sensación de que todo puede pasar en el relato, que los caminos por los que se mueve la trama sean azarosos e impredecibles, que todo fluya sin que el lector note los límites de la estructura.

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