domingo, 22 de marzo de 2015


LOS MUCHOS Y LORENZA (por Claudio Rojo Cesca)

Estoy hecho de pájaros.
Una bandada de pájaros forma el contorno humano de mi cuerpo.
Pájaros grandes y pequeños. Algunos del tamaño de las uñas.
En total son 12.469 pájaros.
Varios miles moldean mis piernas, otros hacen lo mismo con mis dedos y mis manos.
En mi cara he contado casi novecientos, dependiendo de la demanda del gesto. Por ejemplo, cuando bostezo, seis pichones alineados al cuello suben a la boca para agrandar la lengua.
Lo más difícil de copiar la forma humana, fue aprender a imitar una mirada creíble. Hice lo que pude. Soy un poco bizco, mi ojo derecho escapa solito al paisaje izquierdo. Y el ojo izquierdo se queda ahí, paralizado, mirando al frente.
Mi cuerpo hecho de pájaros es imperfecto, pero me alcanza para vivir. Tiene dos manos, dos pies, una nariz que no es aguileña, sino respingada.
Cuando me baño, los contornos se sacuden. Me convierto otra vez en una multitud errática de aleteos y chillidos. Me baño por turnos, porque descomprimidos no cabemos juntos en la bañera.
Una buena ducha puede llevarnos de seis a ocho horas.
Primero se bañan los pájaros más jóvenes, después los adultos, que algo de mundo ya tienen, y finalmente los viejos del grupo, que se toman su tiempo para conversar.
Sé lo que piensa cada uno de ellos.
No todos se llevan bien. Entre el grupo de la cabeza y el grupo de los pies hay una discusión que parece no tener fin sobre qué música debería gustarnos bailar.
La cabeza dice Tango, pero los pies quieren cumbia o electrónica punchipunchi.
Le doy prioridad a los pies y cada tanto salimos y nos amuchamos en la multitud para que nadie se entere de nuestra torpeza inhumana.
A veces los problemas son más serios que el baile.
Un día amanecí con dos pájaros menos en la boca. Los encontré en el lavatorio, muertos, con el pescuezo retorcido. Anduve una semana sin dientes, casi sin poder hablar. Me costó un trabajo en la cabina de anuncios de la terminal. Mi voz en el altoparlante era una melaza atropellada.
Pero qué puedo hacer. Soy muchos, todos distintos. Soy 12.469 pájaros alineados. Cada vez que pienso, soy 12.469 ideas al unísono. Hago órganos, imito sonidos de tripas al mediodía para que se entienda que tengo hambre.
Conseguí trabajo en un diario, escribiendo crónicas sobre accidentes de tránsito.
Aprendí a desarmarme y recobrar mi forma rápidamente, para sortear las inclemencias del tráfico.
Vivo en una ciudad llena de gente apurada. Cada quien ejerce su derecho al apuro como mejor puede. Están los que conocen atajos, los que van a contramano, los que abusan de la bocina.
Yo, en cambio, me desato por dentro. Echo a volar entre los edificios más altos.
Me veo pasar en el espejo casual de las ventanas.
Me vuelvo salvaje, una maraña de cordones grises cortando la luz que ilumina el asfalto.
En las ventanas hay niños que miran boquiabiertos y me señalan.
En esos momentos dejo de existir. Me reemplaza el vacío.
Aterrizo y me armo de nuevo, en un lugar solitario, para que nadie sepa lo que soy.
Entonces, corro hasta un bar cercano y escribo lo que he visto desde arriba.
Le digo al editor: “tres víctimas fatales, dos adultos y un niño. El niño ha perdido parte de la cabeza al impactar contra el chasis del camión. Tiene los ojos abiertos y una remera de hombre araña”.
Para él la remera de hombre araña no quiere decir nada.
Me da las gracias.
Le digo que es mi trabajo, mi sueldo, nada más. Para mí, cobrar a fin de mes es haber renunciado a la posibilidad de hacer poesía.
Prometemos, mi editor y yo, tomar un vino, pero nunca sucede. Es un hombre ocupado, con esposa e hijos.
Mis pichones son demandantes, le digo. El editor asiente, creyendo entender a qué me refiero.
En el diario conocí a Lorenza. Le dicen La Zetuda, Lorenza La Zetuda. Nuestros compañeros se ríen de ella cuando sale de la oficina. Trabaja en el turno de la noche, así que muy rara vez coincidimos. Me cautiva lo que queda de ella cuando se disipan las burlas. Se mueve como un fantasma, sin hacer ruido, sin dejarse notar. Es como los papeles que lleva de un escritorio a otro: lejanos, sombríos.
Una vez coincidimos en la fotocopiadora. Los dos estamos solos, esperando a que la máquina recién encendida entre en calor. El zumbido del motor hace del silencio algo soportable. No sé qué decirle, ni por dónde empezar.
Muy buena tu cobertura en el minizterio, dice.
Golpe de suerte, contesto, convencido de que lo mío no es sólo modestia.
Conversamos un poco más. Pronto se me olvida que zezea mecánicamente.
Casi no la escucho. Su voz se me pierde, es como un paisaje ruidoso que aprendo a desoir para no confundir la dirección del vuelo.
Salimos juntos del diario, a tomar algo a mi departamento. Por momentos se me adelanta y me distraigo mirando su pelo zumbante entre el vientito. Me horroriza la idea de desarmarme en el camino. Que descubra mi desnudez de cosa fragmentada y ya no quiera nada conmigo.
Subimos diez pisos en ascensor. Es un viaje largo. A esa hora de la noche, el edificio está dormido.
Ez lindo aquí, dice.
Hay cuatro ellas, cuatro Lorenzas. Tres en los espejos y una, la que temo espanta con el tacto, a mi lado. Esa Lorenza y yo estamos rodeados por las otras tres.
Medio chico, pero lindo, agrega.
Entramos a casa.
Se impresiona con un afiche de Crumb que conseguí a buen precio en una compraventa.
Zerá que no tengo zenzibilidad para el arte, dice, a modo de disculpa.
Abro una botella de vino tinto y le sirvo una copa. A pesar de que la habitación está llena de sillas, no nos hemos sentado. Lorenza cumple el ritual de meter la nariz bien profundo en la copa para oler el vino. A través del cristal detecto pozos y magullones en su piel blanca. Defectos que van apareciendo, que la vuelven más importante. Mi cuerpo hecho de pájaros se estremece cuando da el primer trago.
Los pájaros que forman mis dedos aletean suavemente hacia su cintura.
Mis uñas se desprenden, después las yemas. Lorenza se descubre rodeada por diminutos ángeles grises. Salgo de mi camisa, que se embolla y cae al suelo, junto con el pantalón y la ropa interior. Lo único humano que queda de mí es mi cabeza flotante. El resto se disemina alrededor de Lorenza. Le picoteo los brazos y la cara, la envuelvo, en el suelo se arma un salpicadero de sangre con pedacitos de piel. Ella corre por todo el departamento, agitando los brazos, para librarse de mí, supongo. Busca una ventana por dónde escapar.
Pero yo no la dejo.
Jamás permitiría que Lorenza haga una locura como esa por mi culpa.



Claudio Rojo Cesca nació en Santiago del Estero en 1984. Escribió, para Nuevo Diario, las columnas “Filmografilia” (2011), “Caja Negra” (2013) y “La Cuerda Floja” (2014). Ha escrito artículos sobre cine para La Gaceta (Tucumán)y también narrativa paralas revistas culturales “Los Inquilinos”, “Tardes Amarillas” (ambas de Santiago del Estero) y “Maten al Mensajero” (Buenos Aires).


SOBRE EL CUENTO “LOS MUCHOS Y LORENZA"

Empecé a escribir el cuento a partir de una imagen que me pareció cinematográfica: un ser construido a partir de otros seres, gobernados por una inteligencia panóptica que hace las veces de narrador.
En las películas de Cronenberg, la metamorfosis asoma por el lado de lo aberrante, y quise acercarme en algo a esa fascinación, pero sin salpicar lo mórbido hasta el final.
El ser, en la imagen, se desintegra, y eso, el acto de fragmentarse, convoca al horror. Lo que vino después fue pensar en la identidad colectiva como algo anatómicamente posible, y jugar a contrapelo con el pájaro (o “los pájaros”) y su resonancia metafórica.

Claudio.Rojas.Cesca

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